Nos llega ya otro de esos días diseñados para celebrar aquello que debería merecer nuestro respeto y admiración durante todo el año. Pese a que los festejos de días como éste pueden nublar el verdadero sentido que les da origen, también nos invitan a la reflexión. Y es en ese sentido que les escribo, no solo para felicitarles, sino también para invitarnos a valorar cada día con más fuerza la oportunidad de servir que tenemos a diario.
He de confesar que aunque como educador suelo idealizar nuestra vocación, en el fondo creo que la profesión docente es tan legítima y necesaria como cualquier otra. Quizá el elemento extra radica en lo que representa el profundo sentido de educar, algo que no es exclusivo del magisterio, sino que debería —me parece— estar enraizado en cualquier actividad: comerciantes, fabricantes, empleados en cualquier ramo del sector económico y también hombres y mujeres que participan trabajando en labores fuera del sistema productivo, todos tendríamos que encontrar y explotar nuestro potencial como educadores. En esa perspectiva, podría decirse que, al menos en potencia, todos somos maestros.
Algunos hemos optado —o la vida nos ha conducido a optar— por esa misión educadora como actividad profesional. Ese hecho hace que sobre nosotros se depositen expectativas y demandas específicas y, en lo general, muy elevadas. En ocasiones eso produce desánimo, agotamiento. Uno llega a creer que su trabajo no es bien valorado, que se espera mucho de uno y se recibe poco a cambio. Si esas sensaciones nos invaden un momento, es comprensible; lo importante es sobreponerse, evaluarse con un mínimo de justicia y espíritu crítico para así seguir adelante. Al final, lo sabemos bien, las semillas que sembramos pueden tardarse en germinar, es posible que nunca sepamos de sus frutos, pero eso debe entenderse como parte natural de la vida y de ninguna manera desalentarnos. Ser capaces de ello, significa ser capaces de reconocer nuestro sentido de trascendencia, que no suele estar en boga en un mundo que exalta la velocidad y los resultados inmediatos por encima de todas las cosas.
Toda decisión, todo acto, acarrea responsabilidades. Esto es tan válido en las aulas como en cualquier otro territorio. Todos estamos llamados a la excelencia, a dar lo mejor de nosotros mismos de cara a la responsabilidad que nuestras decisiones van construyendo. Cuando servimos a otros, ese llamado se vuelve especialmente poderoso: no significa que seamos responsables absolutos del aprendizaje y crecimiento de nuestros niños, pero sí somos un elemento fundamental que con el tiempo puede adquirir incluso el carácter de decisivo en la construcción de cada alumno. Cuando vemos nuestra labor en esa dimensión y la ligamos a esa trascendencia a la que estamos llamados, descubrimos por qué ser maestra o maestro resulta tan especial.
Hoy, celebrando nuestro día, les invito a explorar y reflexionar sobre la misión educativa que nos hace coincidir en este espacio; les invito a proyectar esa misión educadora más allá de las aulas y de los pasillos de la escuela, a sus casas, a los espacios públicos donde se desenvuelven; les invito a revisar las condiciones que les condujeron hasta aquí y visualizar las circunstancias que desean vivir en adelante.
Para todas, un abrazo con mi reconocimiento, admiración y respeto ante la labor educadora que realizan día con día. Felicidades.
Ernesto