viernes, 13 de mayo de 2011

Mensaje para este Día del Maestro

Nos llega ya otro de esos días diseñados para celebrar aquello que debería merecer nuestro respeto y admiración durante todo el año. Pese a que los festejos de días como éste pueden nublar el verdadero sentido que les da origen, también nos invitan a la reflexión. Y es en ese sentido que les escribo, no solo para felicitarles, sino también para invitarnos a valorar cada día con más fuerza la oportunidad de servir que tenemos a diario.

He de confesar que aunque como educador suelo idealizar nuestra vocación, en el fondo creo que la profesión docente es tan legítima y necesaria como cualquier otra. Quizá el elemento extra radica en lo que representa el profundo sentido de educar, algo que no es exclusivo del magisterio, sino que debería —me parece— estar enraizado en cualquier actividad: comerciantes, fabricantes, empleados en cualquier ramo del sector económico y también hombres y mujeres que participan trabajando en labores fuera del sistema productivo, todos tendríamos que encontrar y explotar nuestro potencial como educadores. En esa perspectiva, podría decirse que, al menos en potencia, todos somos maestros.

Algunos hemos optado —o la vida nos ha conducido a optar— por esa misión educadora como actividad profesional. Ese hecho hace que sobre nosotros se depositen expectativas y demandas específicas y, en lo general, muy elevadas. En ocasiones eso produce desánimo, agotamiento. Uno llega a creer que su trabajo no es bien valorado, que se espera mucho de uno y se recibe poco a cambio. Si esas sensaciones nos invaden un momento, es comprensible; lo importante es sobreponerse, evaluarse con un mínimo de justicia y espíritu crítico para así seguir adelante. Al final, lo sabemos bien, las semillas que sembramos pueden tardarse en germinar, es posible que nunca sepamos de sus frutos, pero eso debe entenderse como parte natural de la vida y de ninguna manera desalentarnos. Ser capaces de ello, significa ser capaces de reconocer nuestro sentido de trascendencia, que no suele estar en boga en un mundo que exalta la velocidad y los resultados inmediatos por encima de todas las cosas.

Toda decisión, todo acto, acarrea responsabilidades. Esto es tan válido en las aulas como en cualquier otro territorio. Todos estamos llamados a la excelencia, a dar lo mejor de nosotros mismos de cara a la responsabilidad que nuestras decisiones van construyendo. Cuando servimos a otros, ese llamado se vuelve especialmente poderoso: no significa que seamos responsables absolutos del aprendizaje y crecimiento de nuestros niños, pero sí somos un elemento fundamental que con el tiempo puede adquirir incluso el carácter de decisivo en la construcción de cada alumno. Cuando vemos nuestra labor en esa dimensión y la ligamos a esa trascendencia a la que estamos llamados, descubrimos por qué ser maestra o maestro resulta tan especial.

Hoy, celebrando nuestro día, les invito a explorar y reflexionar sobre la misión educativa que nos hace coincidir en este espacio; les invito a proyectar esa misión educadora más allá de las aulas y de los pasillos de la escuela, a sus casas, a los espacios públicos donde se desenvuelven; les invito a revisar las condiciones que les condujeron hasta aquí y visualizar las circunstancias que desean vivir en adelante.

Para todas, un abrazo con mi reconocimiento, admiración y respeto ante la labor educadora que realizan día con día. Felicidades.

Ernesto

martes, 10 de mayo de 2011

¿A qué estamos jugando?

Ayer León Karuze soltó en Twitter un par de preguntas que pronto se instalaron en mi cabeza y la pusieron a dar vueltas. La pregunta de León derivaba a su vez de una nota publicada por Animal Político en la que se relataba el modo en que una familia capitalina jugaba en el parque a “los ejecutados”. A partir de ahí, León preguntó a sus seguidores en Twitter si la violencia había formado parte de sus juegos de infancia. El tema también fue parte de su pregunta del día en Hora 21 de Foro TV, indagando si uno observa cambios en los juegos de los niños en el contexto que hoy vivimos.

El tema me rondó tanto que sentí la necesidad de volcar algunas ideas por escrito.

Primero, una reflexión lingüística. Toda lengua tiene sus límites al momento de intentar abarcar la realidad. Algunos idiomas resultan a veces más adecuados que otros para referirse a ciertas ideas. Del mismo modo, ciertas cuestiones resultan con frecuencia más allá de las fronteras de cualquier código lingüístico, obligándonos a esfuerzos a veces francamente inútiles para lograr producir una mínima imagen común de ellas.

Al hablar del juego, la lengua española, como otros idiomas sin duda, encuentra una de esas peculiares limitantes. La acción de jugar y el juego como hecho son dos realidades que muchas veces coinciden en una misma definición, pero no necesariamente. No siempre jugar significa participar en un juego, pero las palabras para ambas ideas tienen la misma raíz.

En inglés no sucede lo mismo: la acción de jugar (to play) se distingue lingüísticamente del juego en el que se participa (a game). Esta distinción tiene pocas implicaciones en el caso específico que me ocupa, pero me ayuda a introducir una variante importante que existe en el término anglosajón play.

En castellano, si bien la Real Academia Española de la Lengua admite una amplia cantidad de acepciones para el verbo jugar, su uso tiende a centrarse en la connotación lúdica o en otras cercanas a ésta. En la lengua inglesa, el verbo to play tiene, además de la connotación ligada al juego, acepciones ligadas estrechamente al ámbito de la acción y la representación, en particular a la representación teatral. Play, como sustantivo, refiere, entre otras cosas, al texto y a la representación teatral.

Es este sentido de la palabra el que me interesa para de examinar el papel del juego.

Jugar es, en buena medida, representar una parte de la realidad. El juego es representación simbólica de un fragmento del mundo. Cuando juega, el niño interpreta un personaje, asume un rol al amparo de ciertas reglas que ordenan y dan sentido a su representación.

El juego implica en lo general un mínimo de reglas, incluso cuando una de éstas puede ser la negación de las mismas. Al jugar, suponemos una serie de condiciones que dan significado a las acciones de quienes participan en el juego. Algunos juegos son explícitamente simbólicos: cuando jugamos a “la escuelita”, a “policías y ladrones”, con muñecas, estamos representando ciertos roles y relaciones que recrean y transforman la realidad. Lo anterior es válido en prácticamente cualquier variante del juego: un encuentro deportivo, un juego de mesa, un video-juego, una ronda infantil.

A través del juego el niño —y la persona en general— desarrolla diversas dimensiones de su humanidad. La complejidad del juego está ligada con la inteligencia, la motricidad, la sociabilidad, la afectividad… Entre las muchas implicaciones y consecuencia del carácter simbólico del juego, tres me parecen altamente significativas al momento de reflexionar sobre los juegos de nuestros niños en el contexto que hoy vivimos.

Primero. Como representación de la realidad, el juego se enraíza en la cultura. Nuestros juegos viven una relación dialéctica con la realidad, son causa y consecuencia se la realidad en donde se desarrollan. Bajo esa premisa, considero estéril discutir bajo un limitado esquema de causa y efecto si la violencia del medio (y la violencia “pre-cargada” en ciertos juegos) hace violentos a los niños. El juego del niño nace y se produce en y con la comunidad a la que pertenece, y este hecho influirá necesariamente en las características del juego mismo.

Segundo. Durante siglos se ha debatido la naturaleza de la violencia en el ser humano. Ridículo de mi parte sería pretender resolver esa cuestión en unas cuantas líneas. Natural o cultural, la violencia existe y el juego ha sido históricamente una vía de expresión de la misma. Desde que en sus reglas aparece la idea de triunfo de unos y derrota de otros, la lucha se vuelve elemento constitutivo de no pocos juegos. En este sentido, el juego puede ser señalado como una vía cultural y socialmente legítima para canalizar nuestra violencia.

Tercero. El carácter simbólico y representacional del juego nos permite que éste se convierta en un terreno para poner a prueba ciertas conductas, ideas y valores. El territorio del juego es fértil para experimentar las diferentes dimensiones de la condición humana en circunstancias relativamente controladas. Por supuesto, esta experimentación tienen sus límites, de modo que extender el experimento fuera de ellos puede tener consecuencias terribles, de ahí la relevancia de las reglas que ayudan a delimitar y separar el juego de la “realidad”.

Concluyendo, al menos provisionalmente: a la luz de estas reflexiones, me parece que el juego como representación puede considerarse, en términos generales, un espacio adecuado y legítimo para la construcción del futuro. De ahí que minimizar o soslayar el papel cultural del juego sería lamentable, mientras que asumir conciencia de sus posibilidades, nos ayudaría sin duda a construir un mundo más humano.