Estamos a la puerta de despedidas que algunos no esperábamos vivir. Decir adiós a la poca libertad que nos quedaba. Adiós a la pequeña esperanza de confiar en el Otro y reconocernos en su mirada.
Lo peor es que la despedida no es producto de un violento robo en despoblado: nos han convencido con relativa facilidad y lo hemos entregado todo dócilmente. Creímos que sería un resguardo temporal de estas sagradas conquistas. Peor aún: pensamos que lo hacíamos como un acto de responsabilidad y solidaridad: por el bien de los demás. Y ahora no hay marcha atrás. Nos han enseñado a ver con otros ojos aquella libertad, aquella esperanza. Y nos han persuadido de que es mejor dejarlas en prenda, una vez más, por nuestra seguridad. Por nuestra salud.
No estaremos encerrados para siempre, eso es cierto. (Escribo en México, donde teóricamente sigue vigente una Jornada Nacional de Sana Distancia que nos pide quedarnos en casa, aunque millones por necesidad, capricho o ignorancia siguen viviendo igual que antes en el espacio público.) Decía que no estaremos encerrados para siempre. Pero el día que salgamos a recuperar las calles ―como lo hacen ya algunos que llegaron antes que nosotros a la pandemia― lo haremos protegidos por murallas invisibles cuyo grosor será mucho más poderoso que el de las paredes de casa.
No sé si los cubrebocas o las caretas transparentes durarán mucho o poco, pero el distanciamiento social llegó para quedarse. Hoy el término tiene, todavía, una cierta carga negativa. Pero no será por mucho tiempo. El distanciamiento social se revela ya como la virtud vertebral del nuevo aparato que habrá de regir nuestras vidas.
Cada sistema social, político y económico a lo largo de la historia ha necesitado apoyarse en determinados valores para garantizar su funcionamiento. Estos valores se instalan sutilmente, sin grandes cuestionamientos, sin una reflexión crítica de gran alcance. Nunca se habla formalmente de ellos: se dan por hecho. ¿Habrá resistencias? Seguro. Las ha habido, las hay y las habrá. Siempre. En función de la fuerza que tenga el nuevo sistema, esas resistencias ayudarán a equilibrar algunas cosas, pero servirán también para que los defensores del régimen refuercen en sus discursos las estrategias que ocultan las letras pequeñas del nuevo contrato social.
¿Qué papel jugará la escuela en este nuevo orden? El mismo de siempre. Con nuevas reglas, por supuesto. Y no me refiero al debate entre presencialidad y virtualidad que roba las primeras planas y acapara las conversaciones cada vez que se menciona la palabra educación en estos días. Las nuevas reglas tendrán como soporte los mismos principios ideológicos sobre los cuales se ha montado desde siempre la función dominante de la escuela: convencernos de lo que nos toca, ayudarnos a comprender “la realidad” y aceptarla, iluminarnos para encontrar nuestro lugar en el mundo, bajo las nuevas reglas del juego.
Como sucede incluso en la más terrible de las dictaduras, habrá pequeños territorios de resistencia. Marginales, por supuesto. Paradójicamente, muchas personas e instituciones educativas que en los años recientes venían avanzando en la conquista del terreno con un mensaje ―y con experiencias claras― de que otra educación era posible, se entregarán fácilmente al nuevo orden. Porque el sistema de control que emerge usa el mismo idioma de los que sembraban la revuelta: conoce los valores y creencias que movían a estos revolucionarios de la educación y hace tiempo que empezaba a hablarles en su lengua. “Es su momento”, les dirá. Y a muchos los insertará con docilidad en la lógica de su algoritmo.
Otros resistiremos. No sé por cuánto tiempo. No sé con qué alcances. Como en cualquier guerra ―aunque no sé si lo que hoy vivimos pueda describirse como una guerra― la resistencia tendrá que esconderse. Buscar mantener viva la llama de sus convicciones sin exponerse al exterminio de las últimas brasas.
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¿Resistir? ¿Frente a qué? Resistir el embate de la escuela que viene. La nueva escuela que nos están ya instalando y que, después de arraigado el miedo y respaldados por los científicos de la salud, madres y padres exigirán para sus hijas e hijos. Serán las familias quienes reclamen a las escuelas más de lo que pedirán los propios gobiernos. Acaso unos cuantos comprenderán el alcance que a largo plazo tendrán esas medidas sanitarias que con bombo y platillo presumiremos, sin detenernos a pensar en los nuevos marcos mentales que estaremos instalando con ellas.
Hace unos días escribía Martín Caparrós que la emergencia le había llevado a experimentar y comprender inesperadamente “la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo”.
Aunque nunca me he considerado conservador, esa actitud paradójica no me es extraña, pues siempre me ha acechado una incómoda pero vital condición que me hermana con la trágica Casandra griega. Condición que en mis delirios apocalípticos hoy me arrastra a mirar el mundo que vendrá.
La idea misma de "escuela" ya estaba en crisis. Es verdad, sus días estaban contados. La pandemia acabó con ella, aunque seguramente seguirá pataleando y buscando defenderse en su último aliento. Es cierto también que muchos deseábamos que desapareciera. Pero no todos teníamos en mente el mismo anhelo para la escuela que habría de sustituirla.
Poco tenemos para celebrar hoy quienes pugnamos por una educación crítica, humanista, liberadora. Ya era difícil antes convencer sobre la necesidad de derrotar la lógica simplificadora de una escuela orientada por la reproducción y la homogeneidad. Pero había pequeños triunfos. La constancia y el valor de muchos había conseguido derrotar las filas de bancas y las tarimas; poco a poco se apostaba en muchas trincheras por la interacción, el aprendizaje activo, la centralidad del estudiante, el diálogo y el cuestionamiento.
Pero esas conquistas eran pequeñas batallas. Con vestidos semejantes, apropiándose del lenguaje de algunas pedagogías críticas, acechaban las grandes corporaciones de administración de contenidos y los emporios tecnológicos con algoritmos para resolver la vida de profesores, estudiantes y familias. Se imponía poco a poco una vacía pedagogía del entretenimiento disfrazada de habilidades para el siglo XXI.
Hace unas semanas, lleno de esperanza, compartí en distintos espacios un primer vistazo a los escenarios posibles para la educación después de la emergencia. Simplificando un poco las cosas, apuntaba tres posibilidades. En la primera, la vieja y agonizante escuela se repone apoyada en sus inercias y en el miedo, en la necesidad de la gente por refugiarse en lo conocido. En el segundo escenario, ponemos ciegamente la educación en manos de la tecnología digital. La tercera vía, pensaba, estaría en la posibilidad de reimaginar y rediseñar la idea de escuela desde su raíz.
Hoy no soy optimista. Me parece que la pandemia ha terminado de sacudir las piezas en el tablero de juego y algunas han tenido ya la fortuna de salir ganando, mientras otras han rodado al suelo y tendrán difícil levantarse.
Hoy me aterra pensar que veo con claridad el mundo que viene. Y no hablo de los primeros meses, el regreso a clases y la logística sanitaria previa al hallazgo de vacunas o tratamientos para un virus. Me refiero a lo que viene después. Lo que viene para instalarse a largo plazo.
Los nuevos valores dominantes pisotearán a algunos de los que nos inspiraron por muchos años. Solidaridad, generosidad, colaboración, confianza… son palabras que pronto tendrán otro significado en el diccionario moral que servirá de referente en las escuelas. En la raíz de sus nuevas definiciones estará, por supuesto, el miedo. Pronto el miedo se convierte en desconfianza, en sospecha permanente frente al Otro. Y la sospecha en repugnancia.
En la escuela aprenderemos los nuevos mandamientos por el bien de nuestra salud. No tocarás. No compartirás. No mirarás frente a frente sin una careta o dos metros de distancia. No pondrás en duda lo que dice la ciencia por el bien de la salud. Por favor, que mi hijo no se acerque a nadie. No se le vaya a ocurrir prestar la regla o tus colores… ¡mucho menos compartir algo del almuerzo!
La ingenua idea de solidaridad que inundó a muchos en las primeras semanas del encierro, se apagará pronto, igual que se apagaron los cantos en los balcones de muchas ciudades europeas. Salimos a comprar unos días al vecino o al productor local con esa idea de ayudarnos durante la crisis. Pero eso se acaba. A algunos nos vencen los caprichos, a otros nos gana la sospecha. ¿Será seguro? ¿No se estará aprovechando de mí? ¿Dónde estará la trampa?
Con la bandera de la solidaridad nos dijeron cuídate tú y así cuidas a los tuyos. Nos cuidamos todos a todos. Creímos que lo hacíamos por los demás, pero en el fondo sabían y sabíamos que lo hacíamos por nosotros. Pronto resucitó Caín en nuestro interior: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Aceptamos cuidarnos renunciando a vernos. Renunciando a la mirada, al rostro, renunciamos a la responsabilidad auténtica por el Otro. Una responsabilidad, cierto, bastante olvidada y por tanto fácil de abandonar de una buena vez.
La nueva colaboración será por definición ajena a la mirada. Colaboración en línea, nunca frente a frente. Colaboración mediada por la distancia, en la que se diluye fácilmente la responsabilidad moral. La misma lógica de cooperación que hizo posible el exterminio nazi ―analizada brillantemente por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto― pero apoyada en el simulacro de cercanía que se produce en las pantallas. Colaborar con mi parte no exige la visión global del sistema. Bastará cumplir con lo que alcanza la mirada en el marco de mi dispositivo. No habrá necesidad de cuestionamiento crítico porque, ¿quién cuestiona la aspiración del gran proyecto de la madre ciencia, la importancia de nuestra seguridad y el cuidado de nuestra salud?
Parafraseando el salmo, Levinas recordaba que la persona libre está consagrada al prójimo: “nadie puede salvarse sin los otros. [...] Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”. Con la distancia se difuminan nuestros rostros. Al romper con el encuentro cara a cara, al distanciarnos de esa mirada que nos interpela desde el rostro del Otro, se resquebraja la responsabilidad ética propia de la relación intersubjetiva.
Las barreras físicas serán temporales, no lo dudo. Desaparecerán un día las caretas, las marcas en el piso, las placas de plástico y cristal. Pero el día en que podamos librarnos de ellas, como el elefante de circo, permaneceremos atados por una fuerza invisible, porque el Otro, desdibujado, sin un rostro en el cual reconocernos, nos provocará asco.
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Escribo anhelando equivocarme. Lo pongo sobre la mesa seguro de no ser el único que lo anticipa. Lo escribo, como apuntaba Vilém Flusser, proyectando escenarios consciente de que estos no describen catástrofes ―que por definición son imprevisibles― sino “algo previsible que ―al menos en teoría― puede impedirse”.
Lanzo estas palabras porque, a pesar de las sombras, creo firmemente y hoy más que nunca, que otra escuela es posible.
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Referencias
- Bauman, Zygmunt. (1974). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
- Caparrós, Martín. (2020). La nueva normalidad. New York Times, Mayo 7, 2020.
- Flusser, Vilém. (2011). Hacia el universo de las imágenes técnicas. México: UNAM / ENAP.
- Levinas, Emmanuel. (1974). Totalidad e Infinito. Salamanca: Sígueme.