Un viejo debate en educación habla de si nuestra tarea es preparar a los que vienen para poder adaptarse al mundo que tenemos y responder según los sistemas que hemos venido construyendo, o si más bien nos toca darles herramientas para ser autónomos y poder transformar lo que hay; en pocas palabras, si se trata de formar reproductores o transformadores; seres esclavos o personas libres.
Como en tantas otras cosas, me queda claro que lo ideal parece ser un poco de equilibrio. Pero la realidad, los hechos, arrojan suficientes evidencias de que la balanza se inclina con fuerza de lado de la educación como preparación para insertarnos en un mundo como si fuese cosa acabada: un mundo donde la democracia pareciera haber probado ser el sistema incuestionable y el capitalismo la fórmula única; un sistema donde no es cosa más que de llegar a insertarse a un trabajo que pague bien y dedicarse a crecer hasta más no poder; una estructura donde reina el yo y donde la competencia es no sólo necesaria sino indispensable e incuestionable, donde esa competencia parece no tener implicaciones morales.
La semana pasada pude ver ese debate a nivel micro, de cara a un par de proyectos que estamos llevando a cabo en nivel pre-escolar: la tensión entre un equipo de educadoras buscando desarrollar mentes creativas y sembrar una dosis de autonomía en los niños, y una estructura acostumbrada a promover niños que bailan y cantan al compás que les marcamos y colorean figuras que distribuimos entre ellos asignando el color que corresponde a cada elemento.
Salí de una de esas "clases abiertas" —que más que clases son espectáculos montados para el goce y la presunción de maestras, directivos y padres— en las que los niños repiten unos diálogos que se han montado por años y gritan a todo pulmón canciones ñoñas. Al final, no pude evitar decirle a algunos colegas: "¿De eso se trata nuestro trabajo? ¡El mismo numerito podemos armarlo con loros, chimpancés o leones marinos!"
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