sábado, 28 de marzo de 2009

Re-pensar la educación: miedos, escepticismo y revolución

Hace cinco años tuve la extraordinaria oportunidad de visitar Reggio Emilia, una municipalidad en el norte de Italia caracterizada, entre otras cosas, por un poderoso sentido de comunidad. Este sentimiento se ve claramente reforzado por su sistema de educación infantil, que sigue la filosofía del pedagogo Loris Malaguzzi. La estancia en Reggio, la oportunidad de conocer algunos de sus “nidos”, explorar su forma de trabajar y escuchar a algunos de sus teóricos e impulsores, cambió en forma definitiva mi modo de plantarme ante el hecho educativo. Desde entonces, mis históricas divagaciones pedagógicas comenzaron a encontrar nuevas salidas y, sobre todo, comencé a cuestionarme con más seriedad mis propios paradigmas educativos, esos que me configuraron y sobre los que me he venido construyendo. 

Todo esto ha vuelto a mi mente esta mañana mientras escuchaba a Peter Moss, investigador de la Universidad de Londres que impartió en México este viernes una conferencia sobre la necesidad de re–pensar la educación. Según ha relatado el mismo Peter, en 1989 —como en mi caso en 2004— visitar Reggio marcó un parteaguas en su historia como especialista en educación infantil. 

Las reflexiones compartidas por el académico inglés han dado para mucho, partiendo de un planteamiento que —de tan frecuente— parece sencillo: la necesidad de transformar la educación. Mientras avanzaba la jornada, ere evidente que cada miembro de la audiencia reforzaba las ideas con las que había llegado: unos, convencidos de la necesidad de producir cambios radicales en la educación y dispuestos a seguir produciendo pequeñas revoluciones en sus ámbitos de influencia; otros, coincidiendo con elementos del diagnóstico, pero escépticos en los planteamientos formales, aferrados a recuperar una educación “tradicional” —que a algunos nos parece cada día parece menos viable—. Quizá algunos se hayan quedado en medio: entusiasmados a ratos con las posibilidad de cambiar, pero temerosos al momento de imaginar caminos y, por tanto, incapaces de darse la oportunidad de poner a prueba algunas provocaciones.

Más allá de las doscientas personas que escuchábamos al Dr. Moss, si pienso en el universo de mujeres y hombres que hoy tenemos en nuestras manos la titánica tarea de educar —desde el sistema educativo formal—, me parece que entre los escépticos y los temerosos reuniríamos una significativa mayoría. Y así, los revolucionarios —nada nuevo, cierto— siguen siendo los menos. Pero, al mismo tiempo, son ellos los que abren el camino hacia la tierra en la que se moverán los incrédulos y los miedosos del futuro. 

Para los interesados en la propuesta de Reggio Emilia, recomiendo el sitio desarrollado por Reggio Childeren.

Peter Moss vino a México invitado por Nuestra Infancia, una organización con sede en Monterrey, parte del Colegio Constructivista Descubridores, de la capital regiomontana.

lunes, 16 de marzo de 2009

¿De qué se trata?

Un viejo debate en educación habla de si nuestra tarea es preparar a los que vienen para poder adaptarse al mundo que tenemos y responder según los sistemas que hemos venido construyendo, o si más bien nos toca darles herramientas para ser autónomos y poder transformar lo que hay; en pocas palabras, si se trata de formar reproductores o transformadores; seres esclavos o personas libres.

Como en tantas otras cosas, me queda claro que lo ideal parece ser un poco de equilibrio. Pero la realidad, los hechos, arrojan suficientes evidencias de que la balanza se inclina con fuerza de lado de la educación como preparación para insertarnos en un mundo como si fuese cosa acabada: un mundo donde la democracia pareciera haber probado ser el sistema incuestionable y el capitalismo la fórmula única; un sistema donde no es cosa más que de llegar a insertarse a un trabajo que pague bien y dedicarse a crecer hasta más no poder; una estructura donde reina el yo y donde la competencia es no sólo necesaria sino indispensable e incuestionable, donde esa competencia parece no tener implicaciones morales. 

La semana pasada pude ver ese debate a nivel micro, de cara a un par de proyectos que estamos llevando a cabo en nivel pre-escolar: la tensión entre un equipo de educadoras buscando desarrollar mentes creativas y sembrar una dosis de autonomía en los niños, y una estructura acostumbrada a promover niños que bailan y cantan al compás que les marcamos y colorean figuras que distribuimos entre ellos asignando el color que corresponde a cada elemento.

Salí de una de esas "clases abiertas" —que más que clases son espectáculos montados para el goce y la presunción de maestras, directivos y padres— en las que los niños repiten unos diálogos que se han montado por años y gritan a todo pulmón canciones ñoñas. Al final, no pude evitar decirle a algunos colegas: "¿De eso se trata nuestro trabajo? ¡El mismo numerito podemos armarlo con loros, chimpancés o leones marinos!"