Algo debo agradecerle a la estrategia política con que arranca Enrique Peña Nieto su sexenio: colocar la educación en un lugar privilegiado dentro de la agenda pública. Puede parecer poca cosa, pues es verdad que el tema lleva presente en el imaginario colectivo muchos años. Quizá por eso no comparto el entusiasmo de muchos que en la comentocracia aplauden la iniciativa de reforma, como si en verdad estuviéramos a la puerta de una revolución regeneradora en la materia.
Reconozco que la iniciativa tiene el mérito de ir en una dirección que parece correcta en la relación con los trabajadores de la educación y con la necesidad de contar con organismos autónomos que ayuden a aproximarnos a una imagen más cercana a la realidad que vive nuestro sistema educativo. Sin embargo —sí, siempre tengo un sin embargo— me inquieta la manera en que esa iniciativa se formula y no comparto las razones que en el fondo la sustentan. ¿Diríamos entonces que no me gusta? Sí: no me gusta la llamada “reforma educativa”.
Lamentablemente, el maniqueísmo dominante conducirá a que las palabras anteriores basten para que se me considere defensor del “poder fáctico” del Sindicato o “izquierdoso” que está en contra de todo. Ni lo uno, ni lo otro. Si el lector me da oportunidad, en las siguientes líneas intentaré describir por qué me parece equivocado lanzar campanas al vuelo en la materia.
La educación es una prioridad indiscutible para México. No lo digo yo: parecen decirlo todos cuando en prácticamente cualquier círculo se reconoce que no existe solución a nuestros problemas que no pase por la educación. Claro: qué entendemos por educación es ya un asunto para discutirse, pues hay quien piensa en valores familiares, quien tiene la mira en contenidos curriculares y quien centra su atención en eso que ahora llaman “educación para la vida”, aunque algunos la vemos más cerca de ser “educación para el trabajo productivo” —y, claro, muchos me dirán que la vida es justamente eso: trabajo productivo; cada quién—.
Siendo la educación un tema que produce consenso en casi todos los círculos —aunque por diversas razones—, resulta indiscutible el acierto político en la estrategia de comunicación de un gobierno que aspira a legitimarse en medio de una sociedad dividida. Difícil ignorar además que el terreno para una iniciativa en este sentido venía preparándose con bastante tiempo y con apoyo de ciertos sectores. ¿Que los mexicanos estamos conformes con la educación que recibimos? ¡Cómo va a ser eso! Para que no haya dudas, ya vino un presentador de noticias que a veces se viste de periodista, se puso la gorra de experto en materia educativa y nos demostró que nuestro sistema educativo pasa solo de panzazo. Bien, ahora sí, todo listo: tenemos la reforma que necesitábamos: por fin armar un sistema que premie el esfuerzo y la calidad de los maestros, que acabe con los privilegios, que nos permita saber cuántos maestros hay en México... ¿De verdad?
He leído puntualmente el documento que presentó Peña a la Cámara de Diputados y el documento del Pacto firmado con los líderes de los Partidos Políticos. Este último contiene siete compromisos particulares en materia educativa y dos más que se relacionan con este ámbito aunque aparecen cada uno en otros dos apartados del documento: uno en Cultura y otro más en Derechos Humanos. La iniciativa de reforma se centra en dos de estos nueve compromisos: primero, el Sistema de Información y Gestión Educativa y, segundo, la autonomía del Instituto Nacional de Evaluación.
La propuesta del gobierno de Peña parte de un diagnóstico bastante llevado y traído —muy “consensado”, para ser políticamente más correcto—, y termina proponiendo puntuales reformas al artículo 3º de la Carta Magna. Uno de ellos se refiere a la fracción tercera, que contendría el siguiente texto:
“Adicionalmente el ingreso al servicio docente y la promoción a cargos con funciones de dirección o de supervisión en la educación básica y media superior que imparta el Estado, se llevarán a cabo mediante concursos de oposición que garanticen la idoneidad de los conocimientos y capacidades que correspondan. La ley reglamentaria de este artículo fijará los términos para el ingreso, la promoción, el reconocimiento y la permanencia en el servicio. Serán nulos todos los ingresos y promociones que no sean otorgados conforme a la ley;
Para lograr que esto se materialice, el artículo quinto transitorio del decreto propuesto manda en su fracción primera:
“La creación de un Sistema de Información y Gestión Educativa. Al efecto, durante el año 2013 el Instituto Nacional de Estadística y Geografía realizará un censo de escuelas, maestros y alumnos, que permita a la autoridad tener en una sola plataforma los datos necesarios para la operación del sistema educativo y que, a su vez, permita una comunicación directa entre los directores de escuela y las autoridades educativas”
Posiblemente diga una tontería, pero me arriesgo: ¿ignoramos realmente cuántos maestros hay en el país? ¿O ignoramos cuántos “trabajadores de la educación” están adscritos al Sindicato y tienen asignadas tareas en las escuelas públicas? Insisto, quizá la distinción que plateo sea irrelevante, pero es algo que me cuestiono hace tiempo. Existen en todo el país sistemas que registran la información relacionada con los alumnos: sus datos personales, el grado que cursan, sus calificaciones. Ese mismo sistema que las escuelas alimentan cada año, exige el registro de los maestros asignados a cada grupo (en Preescolar y Primaria) y a cada asignatura (en Secundaria). ¿No arroja ese sistema un número? Claro, entiendo bien que los “maestros” que falta contar son todos esos otros asignados a “comisiones” y que desempeñan otro tipo de actividades, cobrando como maestros. Es ahí donde, naturalmente, el censo que necesitaríamos, no cuadra.
No quiero ser pesimista, pero una de mis dudas es si el Sistema de Información y Gestión Educativa propuesto en la iniciativa, logrará arrojar los datos que necesitamos. Mi temor es que el Sistema termine contando solo parte de la historia y que esos “trabajadores de la educación” resulten inmunes al censo. Y confieso que mi temor se refuerza cuando leo —en un amplísimo documento dado a conocer esta semana— la simpatía con que el Sindicato recibió la propuesta.
Al margen de mi suspicacia, admito que la propuesta, al menos en esta dimensión, enciende una luz en medio de la penumbra que rodea a la educación en este País. Resumiría diciendo que dudo de lo propuesto por la manera en que se formula. Me parece más una manera de buscar los aplausos de ciertos círculos, mandar señales para la comentocracia, que pronto se ha encargado de aplaudir y alabar al titular del ejecutivo, posicionando —como dicen los mercadólogos— cierta imagen del nuevo gobierno de cada a la innegable crisis educativa que padecemos.
Quizá lo que más me molesta de toda esta “reforma educativa” es justamente que la llamen así. Es, en todo caso, una reforma a ciertas estructuras sobre las cuales se organiza el sistema escolarizado. Pero no alcanzo a ver mucho más. Claro, se definen también ciertas líneas para afinar los motores en dirección a egresar mano de obra más calificada, en todos los niveles: el mundo demanda de México otro tipo de formación si queremos producir la riqueza que se espera de nosotros.
En mi lectura de la reforma y el Pacto he buscando qué tipo de educación buscan estos movimientos. No dicen mucho al respecto, pero sí señalan que el principal reto es claro: “elevar la calidad de la educación de los mexicanos para prepararlos mejor como ciudadanos y como personas productivas”. La palabrita calidad me produce habitualmente dolor de cabeza hablando de educación. ¿Qué entendemos por educación y cómo medir su calidad? Para el Gobierno Federal quizá no esté claro un concepto de lo primero, pero sí cómo evaluar lo segundo: el aumento de calidad debe reflejarse “en mejores resultados en las evaluaciones internacionales como PISA”. Es decir, en la prueba PISA y... ¿en cuál otra? ¿Qué significa tener a la OCDE como referente absoluto de calidad educativa?
Me preocupa —y me preocupa en serio— que hoy decir cualquier cosa que cuestione los sistemas de evaluación estandarizada —sea internacionales, como PISA, o nacionales, como ENLACE— sea considerado señal de poco compromiso con la educación. Yo mismo he tenido que enfrentar con frecuencia severos señalamientos cada vez que he cuestionado el sentido de tales pruebas: rehuir de ellas es no querer enfrentarse a la evaluación, no estar dispuesto a rendir cuentas. ¿De verdad pueden sostenerse semejantes juicios con argumentos pedagógicos? ¿No sucede más bien lo contrario?
Celebro que estemos a las puertas de una reforma para que las plazas de maestros puedan quedar realmente en manos de quienes las merecen. Celebro que se cuente con organismos especializados en la materia. Me inquieta lo que sostiene estas reformas. Me inquieta que las nuevas estructuras solo sirvan para fortalecer un sistema educativo interesado en egresar personas productivas. Me inquieta que señalar solo pueda leerse como signo de resistencia al cambio o la transparencia: que cuestionar una reforma así signifique estar en contra de una mejor educación para todos.