Las trampas de la calidad
Las divisiones sociales que ha subrayado la coincidencia de manifestaciones de maestros de diferentes lugares del país ante la reforma educativa, con la presentación de una propuesta para eliminar la exención de IVA a la educación privada, han desatado todo tipo de debates. Uno de ellos gira en torno a la calidad de la educación.
Muchos de quienes envían a sus hijos a escuelas particulares, declaran que una de sus principales motivos para esta decisión es buscar una "mejor calidad educativa". Al margen de las estadísticas que citaba en la entrada anterior acerca de la población que asiste a escuelas oficiales y privadas, resulta interesante que sean familias de ingresos menores a diez mil pesos o familias que perciben 5 o 10 veces más, el argumento de la calidad siempre está presente.
Sin embargo, mediciones nacionales e internacionales sobre logro escolar, reflejan que esa diferencia en calidad es muy relativa. En el caso de escuelas con colegiaturas accesibles para la mayor parte de la clase media, ese diferencial es casi nulo. No obstante, las familias que envían a estos colegios a sus hijos no esperan que sus críos egresen siendo unas lumbreras: esperan del colegio instalaciones limpias y suficientes para la puesta en práctica de planes y programas. (Recuerdo cómo un amigo me relataba el número de colegios privados con bajas colegiaturas que surgieron en Oaxaca en los días de una de las más severas crisis magisteriales que dejaron sin clases a los niños durante meses.)
En las escuelas más caras, a las que asisten los hijos de las familias de mayores ingresos, las diferencias entre niveles de logro pueden ser razonablemente mayores en evaluaciones nacionales, pero muchas de las mediciones internacionales que miden aspectos más complejos del aprendizaje, no coinciden en ese amplio margen y, en todo caso, lo explican más por factores ajenos a las escuelas en sí mismas, como son la calidad de vida y el entorno social donde los chicos se desarrollan.
El argumento de la calidad, pues, parece más asociado a condiciones de infraestructura que a niveles de logro efectivos, traducibles en aprendizajes significativos.
Otra vuelta el dinero
Nos guste o no, el mundo no funciona sin dinero. A los románticos idealistas nos encantaría que esto no fuera así, pero la realidad se nos impone todos los días recordándonos que con dinero baila el perro. Mientras no encontremos un nuevo paradigma, nos inclinemos a la izquierda o a la derecha, el dinero es fundamental para operar cualquier estructura, incluido el sistema educativo.
México invierte un razonable porcentaje de su Producto Interno Bruto a educación, al menos si lo calificamos a la luz de lo que invierten los países desarrollados. Si tomamos como referente a la OCDE, estamos rozando la media de los países miembros: 6.2% contra 6.3%. Invertimos proporcionalmente más que Australia o Suiza. Si nos concentramos en el porcentaje de PIB orientado a niveles de Primaria, Secundaria y Media Superior, estamos ligeramente arriba de Canadá y al mismo nivel que Estados Unidos.
Estos números —que nos son nuevos y que poco sorprenderán a los que conocen de política educativa— muestran que el problema de México no es la cantidad de recursos, aunque a nadie caería más superar esos niveles de inversión. El problema está en la asignación y el uso que se da a los recursos. ¿Por qué nuestras escuelas públicas se encuentran en tan mal estado? ¿Por qué en muchas comunidades del País los niños tienen que llevar sus propias sillas para tomar clase? ¿Por qué las famosas cuotas en las escuelas resultan tan necesarias? Ojalá fuera todo parte de una estrategia para involucrar a las familias con la vida de la escuela. La cruda realidad es que la infraestructura, condición fundamental para hacer de un plantel escolar en un ambiente propicio para el aprendizaje, está en franco deterioro.
Es ahí donde el Estado responsabiliza —no sin cierta dosis de razón— al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. Nos dicen que el problema es que el dinero se queda atorado en burocracia que no está frente a grupo, que el dinero se reparte a discreción de los líderes. Posiblemente llevan razón quien señala eso. No me extiendo mucho en este renglón, pues parte de mis razonamientos coinciden con los expuestos en estos días por Ricardo Raphael —quien sabe más que yo y cuya elocuencia me rebasa— en su artículo "CNTE en soledad". En ese mismo artículo, el analista apunta una de las claves centrales, al menos en mi juicio, de la crisis educativa y de la insuficiencia de las reformas recién promulgadas: ¿cómo enfrentar el problema si no es desde la formación y profesionalización del maestro?
Nadie da lo que no tiene
Esta sentencia parece una obviedad, pero en el caso que nos ocupa me parece una luz muy poderosa. Ante un sistema educativo en crisis, no solo de recursos sino —sobre todo— de visión y de identidad, es natural buscar la solución en la renovación de profesorado. Suena muy bien, el asunto es, encontrar el cómo.
La flamante Ley General de Servicio Profesional Docente se perfila en una dirección que a muchos nos parece correcta: necesitamos que los maestros sean los mejores mexicanos. Así han hecho muchos países que han logrado transformarse en unas cuantas décadas. Un concurso de oposición como medio de ingreso al magisterio es esencial y muchos se preguntarán cómo es posible que tal cosa no existiera antes. Dejando de lado el complicado asunto del diseño de las evaluaciones más pertinentes, ¿cómo haremos para que sean los mejores mexicanos los que concursen por esas plazas?
Nadie da lo que no tiene. Esperar que los egresados de las licenciaturas en educación Preescolar, Primaria y Secundaria salgan listos para ese examen implica una revolución en esos semilleros, cuestión que no se ve por ningún lado en las reformas presentadas y aprobadas en tiempos recientes. Muchos critican a los maestros que "reprueban" los exámenes que se les aplican y pocos se detienen a pensar qué les están preguntando y si los elementos con los que han sido formados son realmente pertinentes y suficientes para dichas evaluaciones.
Es una realidad: tenemos un magisterio con inmensas carencias. Sin embargo, contra lo que nos han querido hacer creer algunos, esas carencias no son producto de la holgazanería o de la falta se sentido de superación. No es que esas maestras y maestros sean unos flojos o que no tengan ganas de aprender. Simplemente han sido formados en ese mismo sistema que hoy sabemos es urgente poner de cabeza para lograr resultados diferentes.
Por eso, al margen de los intereses sindicales que sin duda vulneran las reformas, el problema de fondo es encontrar los mecanismos que ayuden a profesionalizar a los maestros que hoy tenemos. Hallar caminos para dotarles de las herramientas que les permitan formar mejor a nuestros niños. Una labor de titanes que no se ve claro esté en la mira de nuestras autoridades educativas.
En estos días se ha dado un fabuloso golpe mediático para asegurarnos que la reforma educativa nos llevará "al lugar que merecemos". Me preocupa la noción de merecimiento que tenga nuestro gobierno. Me preocupa que hoy tantos hagan propias las frases de los spots que legitiman la reforma y crean que una serie de evaluaciones serán suficientes para cambiar las cosas. Por supuesto que la evaluación es necesaria, pero nunca será suficiente, pues sus resultados pueden usarse para cualquier cosa y también para su contraria.
Reformar la educación
A lo largo de quince años que he dedicado hasta hoy a la educación, he conocido muchos maestros tanto de escuelas oficiales como de colegios privados. Me he topado con muchos oportunistas y otros tantos que están en las aulas a falta de lago mejor, según sus propias palabras. Unos y otros son los menos. En los más de los casos, he encontrado que se trata de gente con ganas de hacer de sus comunidades mejores lugares para vivir, hombres y mujeres con intención de ofrecer a sus niños lo necesario para que sean gente de bien. Sin duda, casi todos con muchas y muy grandes dificultades.
En los últimos años he sido profesor de posgrado de muchas maestras y maestros que buscan superarse y a través de ese crecimiento ayudar más y mejor a sus niños. Hablo de docentes que trabajan en escuelas oficiales —esas que atienden a la mayoría de los niños del País, aunque a muchos les cueste trabajo entenderlo—, tanto en contextos urbanos como rurales. Confieso que muchas veces al iniciar un curso, al ver sus primeros trabajos, me pregunto cómo es que tienen un título de licenciatura y cometen tantos errores ortográficos o son incapaces de estructurar un texto con la coherencia que yo buscaría en una persona con su nivel de estudios. No he tardado en comprender que no puedo pedir peras al olmo y he aprendido que me toca ayudarles a descubrir ellos mismos el fruto que cada uno esté llamado a regalar.
Reformar la educación en serio exige muchas cosas, pero hay dos que encuentro indispensables. La primera: dignificar la labor del maestro, lo cual implica para el México de hoy, entre otras cosas, orientar la energía en la profesionalización del magisterio que hoy está frente a grupo. La segunda, es mucho más complicada todavía: establecer un nuevo pacto entre escuela y familia. Parece elemental, sin embargo las desviaciones históricas que han marcado la historia de nuestras escuela obligan hoy a revisar ese pacto y establecer nuevas definiciones sobre la tarea que comparten las familias con las escuelas.
La tarea de profesionalizar al magisterio tiene que ser respaldada por una clara política de Estado. En cambio, el establecimiento de un nuevo pacto social en torno al papel de la escuela, difícilmente podría decretarse con reformas constitucionales; dependerá de una revolución profunda de nuestras conciencias en torno al papel que juega cada uno de nosotros en la construcción del futuro.
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