Una charla sobre la necesidad de innovar en educación.
Un espacio para compartir ideas y reflexiones... Para generar posibilidades... Para explorar, descubrir y crecer... Para acercarnos y juntos llevar más lejos nuestra apasionante labor educativa...
viernes, 28 de noviembre de 2014
jueves, 27 de noviembre de 2014
Hablar sobre Ayotzinapa con nuestros niños y adolescentes
Hace unos días me sacudió encontrarme esta imagen en Twitter:
Después me topé con esta convocatoria, compartida por mi madre en una de sus redes sociales:
De inmediato me pregunté: ¿cómo estamos abordando en la escuela las crisis que atraviesa México? Nos guste o no, creamos o no en nuestros gobernantes, es innegable que estamos en un momento difícil para el país y considero que es obligación de las escuelas abordar dicha realidad. No adoctrinando, por supuesto, ni en una dirección ni en otra: despertando la conciencia, formando una mirada crítica ante los discursos oficiales y los mensajes de los medios de comunicación. Quienes creemos en la función transformadora de la educación, quienes creemos en la educación como vía para la toma de conciencia y el desarrollo del pensamiento crítico, deberíamos buscar que esto fuese claramente palpable en nuestras escuelas.
Abordar esto no es fácil, por supuesto, y tampoco tendría que ser igual en cualquier nivel educativo. Propongo algunas pautas al respecto.
En primer lugar, considero que no nos toca como escuela asumir una postura política que tome partido a favor o en contra del gobierno. Esto significa no caer en el adoctrinamiento, pero no significa negar la realidad y no tocar el tema. Es importante, naturalmente, intervenir de acuerdo con el nivel y la necesidad de los propios alumnos.
Con los más pequeños no creo que el asunto deba plantearse como parte de la agenda del maestro, pero sí es importante estar atentos a reacciones o preguntas que los niños pudieran hacernos al respecto. La forma de abordar al fondo el tema es una decisión familiar, por lo que conviene ser prudentes, especialmente con los chicos de preescolar y primaria. Ojo: no significa que escondamos las cosas, creo que eso no es razonable; simplemente sugiero no profundizar con los pequeños en las posturas ideológicas; lo que sí creo razonable con ellos es abordar la dimensión humana.
En secundaria y preparatoria sin duda resulta pertinente que el tema sí sea abordado con una orientación más abierta hacia la defensa de los derechos humanos, a la toma de conciencia y al análisis crítico de la realidad. Con ellos es pertinente explorar diferentes puntos de vista, abordar los argumentos de las partes en conflicto y colocar los derechos humanos como valores supremos al enfrentar las dimensiones más álgidas del conflicto.
Para completar estas ideas y aterrizar incluso algunas propuestas más concretas, comparto un artículo escrito por Soren García Ascot y Adriana Segovia para el portal de Animal Político. También les dejo el audio de una entrevista que dieron estas chicas a un programa de radio.
Sé bien que el tema puede ser polémico. Los invito a compartir ideas y reflexionar juntos sobre ello.
Artículo: ¿Cómo hablarle a los niños sobre Ayotzinapa?, por Soren García Ascot y Adriana Segovia
Audio: Entrevista a las autoras del artículo en el programa Así las cosas, de WRadio
Después me topé con esta convocatoria, compartida por mi madre en una de sus redes sociales:
De inmediato me pregunté: ¿cómo estamos abordando en la escuela las crisis que atraviesa México? Nos guste o no, creamos o no en nuestros gobernantes, es innegable que estamos en un momento difícil para el país y considero que es obligación de las escuelas abordar dicha realidad. No adoctrinando, por supuesto, ni en una dirección ni en otra: despertando la conciencia, formando una mirada crítica ante los discursos oficiales y los mensajes de los medios de comunicación. Quienes creemos en la función transformadora de la educación, quienes creemos en la educación como vía para la toma de conciencia y el desarrollo del pensamiento crítico, deberíamos buscar que esto fuese claramente palpable en nuestras escuelas.
Abordar esto no es fácil, por supuesto, y tampoco tendría que ser igual en cualquier nivel educativo. Propongo algunas pautas al respecto.
En primer lugar, considero que no nos toca como escuela asumir una postura política que tome partido a favor o en contra del gobierno. Esto significa no caer en el adoctrinamiento, pero no significa negar la realidad y no tocar el tema. Es importante, naturalmente, intervenir de acuerdo con el nivel y la necesidad de los propios alumnos.
Con los más pequeños no creo que el asunto deba plantearse como parte de la agenda del maestro, pero sí es importante estar atentos a reacciones o preguntas que los niños pudieran hacernos al respecto. La forma de abordar al fondo el tema es una decisión familiar, por lo que conviene ser prudentes, especialmente con los chicos de preescolar y primaria. Ojo: no significa que escondamos las cosas, creo que eso no es razonable; simplemente sugiero no profundizar con los pequeños en las posturas ideológicas; lo que sí creo razonable con ellos es abordar la dimensión humana.
En secundaria y preparatoria sin duda resulta pertinente que el tema sí sea abordado con una orientación más abierta hacia la defensa de los derechos humanos, a la toma de conciencia y al análisis crítico de la realidad. Con ellos es pertinente explorar diferentes puntos de vista, abordar los argumentos de las partes en conflicto y colocar los derechos humanos como valores supremos al enfrentar las dimensiones más álgidas del conflicto.
Para completar estas ideas y aterrizar incluso algunas propuestas más concretas, comparto un artículo escrito por Soren García Ascot y Adriana Segovia para el portal de Animal Político. También les dejo el audio de una entrevista que dieron estas chicas a un programa de radio.
Sé bien que el tema puede ser polémico. Los invito a compartir ideas y reflexionar juntos sobre ello.
∞
Artículo: ¿Cómo hablarle a los niños sobre Ayotzinapa?, por Soren García Ascot y Adriana Segovia
Audio: Entrevista a las autoras del artículo en el programa Así las cosas, de WRadio
lunes, 14 de julio de 2014
¿Padecer la realidad o transformarla?
Un año más. Muchas emociones. La conciencia ineludible de la enorme responsabilidad que tenemos como educadores. Comparto con ustedes el mensaje que dirigí esta mañana a los alumnos que concluyeron 3º de Secundaria en el Colegio que encabezo.
∞
Se han preguntado: ¿de qué les ha servido venir a la escuela durante más de 10 años
continuos? ¿Por qué tendrían que seguir asistiendo otros tres años por lo
menos, y completar la educación obligatoria?
Algunos dirán que deben prepararse para la vida, para salir al mundo,
para conseguir un trabajo, para ganar dinero. Algunos piensan que vamos a la
escuela para que nos enseñen cómo deben ser las cosas, para que nos digan lo
que debemos saber, cómo debemos actuar.
En Monclair no creemos eso. En
Monclair pensamos que nuestro trabajo es empujarlos para preguntarse por lo que
funciona y lo que no; moverlos a imaginar nuevas maneras de hacer las cosas; ayudarles
a encontrar herramientas para transformar el mundo.
Quizá algunos se pregunten: “¿Por qué habría que transformar el mundo?
¿No está bien como está?”
Vivimos un mundo de contrastes.
Hace mucho tiempo que el entusiasmo, el crecimiento, la alegría y las
celebraciones, conviven todos los días con el dolor y la injusticia.
Cuando ustedes nacían, el escritor uruguayo Eduardo Galeano escribió un
libro que muestra crudamente estos contrastes. El libro se llama: Patas Arriba, la escuela del mundo al revés.
En las primeras páginas nos dice:
“En el mundo al revés, quien no está
preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de
tener las cosas que no tienen y otros no duermen por el pánico de perder las
cosas que tienen. (…) El mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como
una amenaza y no como una promesa. (…) El mundo al revés nos enseña a padecer
la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y
a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo.”
Mientras millones de personas observan la televisión y celebran un
mundial de futbol, mientras la selección y el pueblo alemán festejan su
campeonato, el pueblo palestino en medio oriente vive horas oscuras, bajo los
bombardeos israelíes.
¿Les parece que eso está muy lejos? Vamos más cerca…
Mientras unos cuantos se pueden dar el lujo de pasear e ir de compras a
Altacia, creyendo que es el lugar más bonito de León, miles pasan horas de
angustia pensando cómo sacar el mayor provecho a unas cuantas monedas que cada
día les alcanzan para menos.
¡Y todavía hay quien piensa que los pobres son pobres porque no le echan
ganas, porque no se esfuerzan suficiente!
No nos detenemos a pensar que buena parte de la pobreza es producto de
la injusticia: que mientras unos cuantos se reparten el pastel, otros no
alcanzan ni las migajas.
Lo más triste, es que además algunos quieren enseñarnos que debemos
convertirnos en los que sacan las rebanadas más grandes, cuando deberíamos
aprender a preparar juntos pasteles que puedan alcanzar para todos.
En unas semanas estarán ingresando al bachillerato: un nivel que
representa la conclusión de su educación obligatoria y al mismo tiempo
establece las bases para la construcción de su proyecto de vida adulta.
Les queda mucho por aprender, mucho por cuestionar, mucho por descubrir.
En ese camino, no renuncien al regalo más preciado que tienen: su libertad. No
actúen porque el instructivo lo dice, o porque la mayoría lo hace, o porque
Google o un algoritmo informático les dicen que eso es lo que les conviene.
Tomen decisiones haciendo uso de su libertad y asumiendo conscientemente
la responsabilidad que esa libertad les exige.
Los invito a tomar el consejo de Galeano: no permitan que les enseñen a
padecer la realidad, atrévanse a cambiarla; escuchen el pasado e imaginen el
futuro.
Otro uruguayo, el poeta Mario Benedetti, se preguntaba qué les quedaba
por vivir y probar a los jóvenes en un mundo de rutinas, ruina, consumo y humo.
Y se respondía… Les queda…
no dejar que les maten el amor
recuperar el habla y la utopía
ser jóvenes sin prisa y con memoria
situarse en una historia que es la suya
no convertirse en viejos prematuros
tender manos que ayudan / abrir puertas
entre el corazón propio y el ajeno /
sobre todo les queda hacer futuro
a pesar de los ruines de pasado
y los sabios granujas del presente.
domingo, 15 de junio de 2014
Sobre los monopolios en la gestión de contenidos escolares
Con alarmante velocidad, en los últimos años se han empezado a difundir “programas integrales” para promover en las escuelas un mayor aprovechamiento de los entornos digitales con fines educativos. Estos programas ofrecen programaciones y contenidos que ya antes eran gestionados a través de materiales impresos y que ahora suman “la riqueza” de las tecnologías digitales. Tanto instituciones públicas como privadas en México han recibido con entusiasmo esta nueva oferta de servicios comercializados con la consigna de “facilitar” el trabajo al docente y “enganchar” a los alumnos con contenidos atractivos y entretenidos. Si bien las tecnologías digitales se presentan como potenciales vehículos para la creación y gestión plural de ideas, la amplia aceptación de estos programas educativos pone sobre la mesa el riesgo de desperdiciar ese potencial democrático en favor de una administración centralizada de contenidos.
Aunque aparentemente no tiene relación, el párrafo está tomado de una ponencia que presenté en enero de 2013 sobre la comunidad de indagación filosófica en la escuela y los entornos digitales. Lo recupero con la intención de desarrollar con más serenidad esta idea que describe lo que es cada día una moda más arraigada.
Etiquetas:
Básica,
Debates,
Materiales,
Reflexiones personales
sábado, 7 de junio de 2014
Reclamo de un aspirante a lector hacia sus maestros
Usualmente la gente recuerda a sus maestros por lo que hicieron. Bueno o malo, eso que nuestros maestros hicieron suele traducirse en agradecimiento o en reclamo. Yo, con mis problemas para evocar el pasado, cada vez me relaciono más con mis antiguos maestros por lo que dejaron de hacer. Hay muchas perspectivas desde las que podría explicar esta vinculación con mi pasado de estudiante, pero quizá la que me resulta más accesible es mi formación como lector. Y es que una de las cosas que más lamento de mi larga escolaridad, es que mis maestros no hayan sabido inspirarme con más fuerza la vocación literaria.
De los 6 a los 23 años, solo identifico 5 profesores que abrieron para mí alguna ventana al infinito mundo de la literatura. Juan, en el primer año de primaria, apostó en mí por la poesía y algo dejó sembrado desde entonces. Pasaron los años y fue hasta sexto grado que apareció Ventura con el reto de los libros mensuales; fue él quien, contando con la firma de mi padre de por medio, me autorizó para leer El hombre invisible, de H.G. Wells, a los doce años. En secundaria solo hubo un maestro con la visión de hacer de sus pupilos lectores en el futuro: era su apellido era Pelcastre —el nombre se me escapa en la nube del pasado—; a él debo la invitación a leer las Crónicas Marcianas de Bradbury, libro que desde entonces me acompaña como uno de mis grandes favoritos. El bachillerato representó un periodo de tres años perdidos en la materia, que se salvan curiosamente por Claudio Pita, mi maestro de Cálculo, a quien admiraba yo tanto que solo por verle un día llevando bajo el brazo el entonces recién publicado Del amor y otros demonios, me animó a adentrarme en el realismo mágico de un García Márquez que, por más diluido que estuviera por la fama posterior al Nobel y las grandes obras iniciales, me pareció fascinante. Llegaron los años universitarios y la tabla de salvación fue una materia que parecía parche en el plan de estudios de la carrera de comunicación: Textos Latinoamericanos Contemporáneos. Ahí fue mi maestro Juan Antonio quien me llevó a descubrir la que a la fecha sigue siendo quizá mi obra literaria favorita: El túnel, de Ernesto Sabato.
Cinco maestros en diecisiete años de escuela. No cuento a una maestra de Redacción que ya en la maestría me hizo leer por primera vez Las batallas en el desierto, porque para entonces mi suerte ya estaba echada: me había dado cuenta que era yo quien tenía que forjarme como lector a pesar de la nula inspiración de mis maestros.
Hoy, cuando me acerco a cumplir cuatro décadas de vida, lamento, por ejemplo, no haber leído aún las grandes novelas rusas o no haberme dado la oportunidad de comprobar yo mismo si leer a Vargas Llosa merece o no la pena, por citar un par de ejemplos de aquella literatura que se supone uno debe conocer en algún momento gracias a la escuela.
Sé que contra el lector promedio que retratan las estadísticas, se me podría considerar un sólido lector. Lo cierto es que poco tuvieron que ver mis maestros, mucho influyó naturalmente mi familia y algo ha contado en ello mi adicción por devorar el mundo. Quizá por eso el reclamo a mis maestros es mayor; hubiese bastado un poco más de rigor, un poco más de inspiración, un poco más de provocación, un poco más de ejemplo, para que hoy no me sintiera abrumado por tantas lecturas pendientes, tantas lecturas que —de haber tenido el pretexto en su momento— estarían palomeadas ya en mi lista.
Con el tiempo las circunstancias me convirtieron en maestro de lengua y literatura. Dolorosamente, quizá por falta de ejemplos a seguir o posiblemente por mi falta de visión e impericia, creo que cometí varias veces los mismos errores de mis maestros. Consciente de mi reclamo y de mi ilusión por haber encontrado años atrás un poco más de inspiración, intenté varias veces sembrar en mis alumnos el acercamiento a las letras o al menos que perdieran el miedo a ellas, para algún día, cuando les llegase su momento, ellos mismos se dieran la oportunidad de perderse en ellas. De vez en cuando he encontrado evidencia de que al menos en alguno de ellos mi ilusión logró materializarse. Eso me alegra. Por desgracia, no puedo quitar de mi mente que pude haber hecho más. E incluso entonces el resentimiento se dirige a mis maestros de aquellos años, y entonces me aterra pensar que el mal sea hereditario y algún día dejaremos todos de leer.
Afortunadamente miro las repisas de mi estudio y encuentro algo de consuelo. A veces basta el gesto involuntario de alguien como mi maestro de cálculo o la provocación sutil de alguien como mi maestro de español en segundo de secundaria, para que opere el milagro. Incluso si en las escuelas se deja de leer, hoy tenemos medios fascinantes para resurgir de las cenizas de unos cuantos lectores con ganas de contagiar.
Posdata. Solo por dejar claro lo evidente, acerca de las listas de lecturas pendientes, sé bien que nunca es tarde mientras haya vida.
De los 6 a los 23 años, solo identifico 5 profesores que abrieron para mí alguna ventana al infinito mundo de la literatura. Juan, en el primer año de primaria, apostó en mí por la poesía y algo dejó sembrado desde entonces. Pasaron los años y fue hasta sexto grado que apareció Ventura con el reto de los libros mensuales; fue él quien, contando con la firma de mi padre de por medio, me autorizó para leer El hombre invisible, de H.G. Wells, a los doce años. En secundaria solo hubo un maestro con la visión de hacer de sus pupilos lectores en el futuro: era su apellido era Pelcastre —el nombre se me escapa en la nube del pasado—; a él debo la invitación a leer las Crónicas Marcianas de Bradbury, libro que desde entonces me acompaña como uno de mis grandes favoritos. El bachillerato representó un periodo de tres años perdidos en la materia, que se salvan curiosamente por Claudio Pita, mi maestro de Cálculo, a quien admiraba yo tanto que solo por verle un día llevando bajo el brazo el entonces recién publicado Del amor y otros demonios, me animó a adentrarme en el realismo mágico de un García Márquez que, por más diluido que estuviera por la fama posterior al Nobel y las grandes obras iniciales, me pareció fascinante. Llegaron los años universitarios y la tabla de salvación fue una materia que parecía parche en el plan de estudios de la carrera de comunicación: Textos Latinoamericanos Contemporáneos. Ahí fue mi maestro Juan Antonio quien me llevó a descubrir la que a la fecha sigue siendo quizá mi obra literaria favorita: El túnel, de Ernesto Sabato.
Cinco maestros en diecisiete años de escuela. No cuento a una maestra de Redacción que ya en la maestría me hizo leer por primera vez Las batallas en el desierto, porque para entonces mi suerte ya estaba echada: me había dado cuenta que era yo quien tenía que forjarme como lector a pesar de la nula inspiración de mis maestros.
Hoy, cuando me acerco a cumplir cuatro décadas de vida, lamento, por ejemplo, no haber leído aún las grandes novelas rusas o no haberme dado la oportunidad de comprobar yo mismo si leer a Vargas Llosa merece o no la pena, por citar un par de ejemplos de aquella literatura que se supone uno debe conocer en algún momento gracias a la escuela.
Sé que contra el lector promedio que retratan las estadísticas, se me podría considerar un sólido lector. Lo cierto es que poco tuvieron que ver mis maestros, mucho influyó naturalmente mi familia y algo ha contado en ello mi adicción por devorar el mundo. Quizá por eso el reclamo a mis maestros es mayor; hubiese bastado un poco más de rigor, un poco más de inspiración, un poco más de provocación, un poco más de ejemplo, para que hoy no me sintiera abrumado por tantas lecturas pendientes, tantas lecturas que —de haber tenido el pretexto en su momento— estarían palomeadas ya en mi lista.
Con el tiempo las circunstancias me convirtieron en maestro de lengua y literatura. Dolorosamente, quizá por falta de ejemplos a seguir o posiblemente por mi falta de visión e impericia, creo que cometí varias veces los mismos errores de mis maestros. Consciente de mi reclamo y de mi ilusión por haber encontrado años atrás un poco más de inspiración, intenté varias veces sembrar en mis alumnos el acercamiento a las letras o al menos que perdieran el miedo a ellas, para algún día, cuando les llegase su momento, ellos mismos se dieran la oportunidad de perderse en ellas. De vez en cuando he encontrado evidencia de que al menos en alguno de ellos mi ilusión logró materializarse. Eso me alegra. Por desgracia, no puedo quitar de mi mente que pude haber hecho más. E incluso entonces el resentimiento se dirige a mis maestros de aquellos años, y entonces me aterra pensar que el mal sea hereditario y algún día dejaremos todos de leer.
Afortunadamente miro las repisas de mi estudio y encuentro algo de consuelo. A veces basta el gesto involuntario de alguien como mi maestro de cálculo o la provocación sutil de alguien como mi maestro de español en segundo de secundaria, para que opere el milagro. Incluso si en las escuelas se deja de leer, hoy tenemos medios fascinantes para resurgir de las cenizas de unos cuantos lectores con ganas de contagiar.
Posdata. Solo por dejar claro lo evidente, acerca de las listas de lecturas pendientes, sé bien que nunca es tarde mientras haya vida.
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