Usualmente la gente recuerda a sus maestros por lo que hicieron. Bueno o malo, eso que nuestros maestros hicieron suele traducirse en agradecimiento o en reclamo. Yo, con mis problemas para evocar el pasado, cada vez me relaciono más con mis antiguos maestros por lo que dejaron de hacer. Hay muchas perspectivas desde las que podría explicar esta vinculación con mi pasado de estudiante, pero quizá la que me resulta más accesible es mi formación como lector. Y es que una de las cosas que más lamento de mi larga escolaridad, es que mis maestros no hayan sabido inspirarme con más fuerza la vocación literaria.
De los 6 a los 23 años, solo identifico 5 profesores que abrieron para mí alguna ventana al infinito mundo de la literatura. Juan, en el primer año de primaria, apostó en mí por la poesía y algo dejó sembrado desde entonces. Pasaron los años y fue hasta sexto grado que apareció Ventura con el reto de los libros mensuales; fue él quien, contando con la firma de mi padre de por medio, me autorizó para leer
El hombre invisible, de H.G. Wells, a los doce años. En secundaria solo hubo un maestro con la visión de hacer de sus pupilos lectores en el futuro: era su apellido era Pelcastre —el nombre se me escapa en la nube del pasado—; a él debo la invitación a leer las
Crónicas Marcianas de Bradbury, libro que desde entonces me acompaña como uno de mis grandes favoritos. El bachillerato representó un periodo de tres años perdidos en la materia, que se salvan curiosamente por Claudio Pita, mi maestro de Cálculo, a quien admiraba yo tanto que solo por verle un día llevando bajo el brazo el entonces recién publicado
Del amor y otros demonios, me animó a adentrarme en el realismo mágico de un García Márquez que, por más diluido que estuviera por la fama posterior al Nobel y las grandes obras iniciales, me pareció fascinante. Llegaron los años universitarios y la tabla de salvación fue una materia que parecía parche en el plan de estudios de la carrera de comunicación: Textos Latinoamericanos Contemporáneos. Ahí fue mi maestro Juan Antonio quien me llevó a descubrir la que a la fecha sigue siendo quizá mi obra literaria favorita:
El túnel, de Ernesto Sabato.
Cinco maestros en diecisiete años de escuela. No cuento a una maestra de Redacción que ya en la maestría me hizo leer por primera vez
Las batallas en el desierto, porque para entonces mi suerte ya estaba echada: me había dado cuenta que era yo quien tenía que forjarme como lector a pesar de la nula inspiración de mis maestros.
Hoy, cuando me acerco a cumplir cuatro décadas de vida, lamento, por ejemplo, no haber leído aún las grandes novelas rusas o no haberme dado la oportunidad de comprobar yo mismo si leer a Vargas Llosa merece o no la pena, por citar un par de ejemplos de aquella literatura que se supone uno debe conocer en algún momento gracias a la escuela.
Sé que contra el lector promedio que retratan las estadísticas, se me podría considerar un sólido lector. Lo cierto es que poco tuvieron que ver mis maestros, mucho influyó naturalmente mi familia y algo ha contado en ello mi adicción por devorar el mundo. Quizá por eso el reclamo a mis maestros es mayor; hubiese bastado un poco más de rigor, un poco más de inspiración, un poco más de provocación, un poco más de ejemplo, para que hoy no me sintiera abrumado por tantas lecturas pendientes, tantas lecturas que —de haber tenido el pretexto en su momento— estarían palomeadas ya en mi lista.
Con el tiempo las circunstancias me convirtieron en maestro de lengua y literatura. Dolorosamente, quizá por falta de ejemplos a seguir o posiblemente por mi falta de visión e impericia, creo que cometí varias veces los mismos errores de mis maestros. Consciente de mi reclamo y de mi ilusión por haber encontrado años atrás un poco más de inspiración, intenté varias veces sembrar en mis alumnos el acercamiento a las letras o al menos que perdieran el miedo a ellas, para algún día, cuando les llegase su momento, ellos mismos se dieran la oportunidad de perderse en ellas. De vez en cuando he encontrado evidencia de que al menos en alguno de ellos mi ilusión logró materializarse. Eso me alegra. Por desgracia, no puedo quitar de mi mente que pude haber hecho más. E incluso entonces el resentimiento se dirige a mis maestros de aquellos años, y entonces me aterra pensar que el mal sea hereditario y algún día dejaremos todos de leer.
Afortunadamente miro las repisas de mi estudio y encuentro algo de consuelo. A veces basta el gesto involuntario de alguien como mi maestro de cálculo o la provocación sutil de alguien como mi maestro de español en segundo de secundaria, para que opere el milagro. Incluso si en las escuelas se deja de leer, hoy tenemos medios fascinantes para resurgir de las cenizas de unos cuantos lectores con ganas de contagiar.
Posdata. Solo por dejar claro lo evidente, acerca de las listas de lecturas pendientes, sé bien que nunca es tarde mientras haya vida.